Qué más se le puede pedir a la vida cuando uno hace lo que le gusta y alcanza gran parte de los sueños y objetivos que se propuso. Aunque parezca mentira, hay ejemplos a montones. Y el de Rubén Junco es uno de ellos, porque lleva más de la mitad de su vida ligada al oficio que eligió, justamente, hace 50 años.
Pronto a cumplir los 70, y con la patrona al lado que lo cuida y lo mima, ya no necesita trabajar con la intensidad que lo hacía en sus años mozos, pero tampoco puede alejarse del todo de su actividad de letrista. “Llevo 50 años haciendo buena letra”, aseguró entre risas este simpático vecino de Saladillo que, si algo lo caracteriza, es el sentido del humor.
Olga, la mujer que lo acompaña desde que se puso de novia a los 14 años, es la que le dio tres hijas hermosas –Noelia, Ivana y Valentina– y lo apuntala a diario. “Elegí un trabajo que es mi vocación, a partir de un talento oculto, y pude formar una familia. Tengo salud. Qué más puedo pedir”, expresó.
La decisión de mamá
De chico, Rubén quería ser militar, pero su mamá Ema se opuso categóricamente y lo anotó en la Escuela Técnica, donde egresó con uno de los mejores promedios de su clase. Se recibió de Técnico Electromecánico, donde Dibujo Técnico y Dibujo a Pulso eran dos materias esenciales. Lo tuvo de maestro ni más ni menos que a Edgardo López Brandi, autor del Escudo de Saladillo.
Tenía tan buena y prolija caligrafía que ya por entonces hacía las láminas que le solicitaban, utilizando papel romaní o papel vegetal con tinta china. Era el letrista del Industrial y con muy buen tino, López Brandi le recomendó dedicarse a este rubro.
En los albores de la convulsionada década del ’70, su primer trabajo fue en la vieja galería ubicada en avenida Moreno frente a la plaza principal. Pintó el cartel de la boutique “Maes”, cuyas dueñas eran dos amigas. Esas primeras “changuitas” le permitieron hacer algunos pesos para darse gustos, hacerle regalos a su novia Olga y también colaborar en la economía del hogar.
Su mentor
En el ‘73, finalizada la Secundaria, se instaló en la residencia estudiantil del CEUS en La Plata para iniciar la carrera de Ingeniería Electromecánica. Los fines de semana, volvía a Saladillo y hacía algunos trabajitos para solventar sus gastos. Con la muerte del General Perón al año siguiente, el contexto político y económico se empezó a complicar y muchos jóvenes decidieron volverse al interior. Rubén fue uno de los que optó por regresar a la Patria chica.
Al poco tiempo, por intermedio de un amigo, conoció al letrista Carlos Manzi, su mentor, y ahí comenzó ese derrotero de cinco décadas dedicadas al oficio. “A él le debo lo que soy”, aseguró sin rodeos.
Manzi, que tenía otro trabajo en paralelo, decidió retirarse del rubro. No sólo le pasó todos sus clientes, sino que también le obsequió tres pinceles de primera calidad. De a poco, se fue haciendo conocido y los trabajos empezaron a llegar uno tras otro. La apertura de nuevos locales comerciales en Saladillo y la zona le permitieron a Rubén tener varios contratos. “Fue una época muy buena. No me consideré un renovador en el rubro, pero sí le aporté otra impronta”, señaló.
Los carteles publicitarios de los negocios normalmente no salían de la típica letra de molde y Rubén les imprimió estilo y color. Cuando viajaba a Buenos Aires, observaba los letreros y se nutría de ideas originales para ponerlas en práctica en sus trabajos.
El letrista del escuadrón
Todo venía “de diez” hasta que llegó el sorteo de la “colimba”. Le tocó el número 315, pero debido al contexto que se vivía por entonces en el país, no eran muchos lo que se “salvaban” del Servicio Militar Obligatorio. Lo hizo en el Regimiento de Azul, donde también colaboraba. De hecho, fue el letrista del escuadrón. Cuando le daban franco, volvía a Saladillo y hacía algunos trabajitos que su propia madre le tomaba, para contribuir en la economía de la casa. Finalizó el Servicio Militar con el cargo de dragoneante, después de 10 meses y 25 días. Regresó a Saladillo y se dedicó de lleno al oficio que le había legado Manzi.
El 24 de marzo de 1976, cuando se produjo el golpe de Estado, Rubén estaba pintando el letrero del taller de frenos Benedetti Hnos, ubicado en Saavedra y Rivadavia, y escuchó ingresar por el “Camino al Cristo” a las unidades Carrier del Ejército. “Hacía 28 días que había salido de baja y lo vi al sargento Canelo y a otros que habían estado en mi escuadrón. Cuando pasaron, me reconocieron enseguida y me gritaron de todo, como no podía ser de otro modo”, recordó entre risas.
Durante la intervención de Jorge Rosso Picot al frente de la Intendencia, Rubén hizo varios trabajos para el Municipio, pintando carteles para las calles de Cazón, Polvaredas y Del Carril.
“Toda la vida fui cuentapropista. No sé lo que es tener patrón. Eso sí, fui mi propio empleado siempre, haciendo las cosas con mucha responsabilidad y trabajando largas horas”, aseguró.
Pintar láminas hasta entrada la noche, alumbrándose con apenas un farol de gas o lámpara de kerosene, era bastante común por aquellos tiempos.
De los trabajos que más tiempo se conservaron, Rubén recuerda el Escudo de Saladillo que plasmó en el viejo tanque de agua de la estación ferroviaria, detrás de lo que hoy es el Parque Soberanía Nacional. “Fue un trabajo bastante complejo, porque lo tuve que hacer en escala y en una superficie que no era plana, sino circular. Pero lo pude hacer, gracias a los conocimientos que adquirí en Dibujo Técnico”, expresó.
Si bien cada pared, chapa o superficie tiene su complejidad, pintar sobre vidrio es el mayor desafío para un letrista. “¿Por qué? Porque uno debe trabajar al revés”, comentó.
Por aquellos años, en Saladillo y ciudades de la región había muchos pilotos corriendo en Turismo Carretera y otras categorías zonales, por lo que Rubén tenía mucho trabajo pintando las publicidades de los sponsors en las carrocerías de los autos. Llegó a trabajar muy bien para Del Barrio en Roque Pérez y Juan Carlos Nesprías en Cañuelas. También fue contratado por el Banco Local (hoy Credicoop) para pintar las camionetas de Local Post, trabajando sábados y domingos.
50 años de buena letra
“Uno aprende de chico. Si la pasaste mal, sabés de grande cómo no pasarla mal. El que mamó la cultura del trabajo de pibe, sabe cómo ganarse la vida”, reflexionó.
“Con mi trabajo, lo primero y fundamental es que logré formar una familia y construir la casa. Al principio, vivimos de manera humilde hasta que pudimos hacernos la vivienda que ocupamos actualmente”, contó.
Con los años fueron llegando las hijas, que de alguna manera también siguieron sus pasos. La mayor estudió Marketing y Publicidad, la segunda es Profesora de Dibujo y Artes Plásticas y la tercera, la más chica –regalo de los 50– es la única que tomó otro rumbo, porque está cursando en la Facultad de Medicina la carrera de Kinesiología.
Aunque está jubilado, igualmente sigue haciendo trabajos. “Es un oficio muy artesanal que, debido a los avances de la tecnología, la digitalización y la aparición del plotter, se ha ido perdiendo. Pero las máquinas no tienen cabida en determinados trabajos, como los pasacalles y las publicidades que se pintan en los paredones”, expresó Rubén, que hoy disfruta junto a Olga de Dante, su único nieto varón.
“Ni sé los carteles y letreros que pinté. Nunca llevé la cuenta. Pero más de un millón de letras escritas, seguro. Uno no puede volver el tiempo atrás. Lo hecho, hecho está. Y no me arrepiento de haberme dedicado a este oficio tan lindo, aunque mi deseo original era otro. Si no hubiera hecho la carrera militar como era mi anhelo, hubiera elegido ser lo que al fin y al cabo fui y tantas satisfacciones me trajo. Son 50 años haciendo buena letra.”